El día que murió mi padre, fue en esa primavera del 2001,
en medio de sueros, mangueras, camas frías y batas blancas.
Incertidumbres en frascos de alcohol,
rodeado de falsos rostros,
de promesas y ventanas de abandono.
Mi padre, hombre de roble,
de una sola pieza,
de lengua dura
de mirada tierna,
brazos gruesos,
y cojeaba de una pierna.
Y en ese día, entre semana,
veló hasta perder el sueño,
acariciando el miedo,
de perder lo amado.
Los cigarros no se acaban,
ya saben a llanto,
y la esperanza cada vez más lejana,
los signos vitales pulsan
una marcha anunciada.
No come, no bebe agua,
solo espera el destino,
y este le engaña,
sus ojos se hacen agua salada,
con cada piquete, de una aguja
esterilizada.
El solo quiere ver su mirada,
le acariciaba con dulzura
cuál hombre de casa,
aquella cabeza, le besa,
y se aferra a ella.
Pasan las horas,
con más minutos que vida,
piensa, llora, siempre fiel,
eterno amante,
y sus manos se agrietan
con las de ella.
No quiere morir, tampoco vivir,
solo quiere estar ahí, repasando
los sueños, los tiempos,
los disgustos también,
y por supuesto los besos.
El día que murió mi padre,
el sol estaba a plomo,
rendía tributo
a lo inaceptable,
sus almas se esfuman,
en esa sala adornada de muerte,
azulejos de baño,
que lloran amagos sueros.
El día ese tan agobiado se respiraba,
de abrazos y besos pesados,
que el ya no sentía,
yo lo miraba, cuál árbol regio,
sus cortezas se quebraba,
y una corona de gasas,
adornaban a su eterna compañera,
la cual, se ponía más fría,
más callada, y más distante
en su mirada.
¡La hora mortal llego!
y mi padre con un grito ahogado,
y su suspiro atravesado,
llena aquella sala,
ante el cuerpo mármol,
de mi madre, su vida.
Pasaron 11 años,
de una existencia acartonada,
sólo respiraba, por qué era lo
único que podía.
A esa edad, 81 años, se volvió niño,
huérfano, solo dejaba que
la angustia y el recuerdo
lo arroparan.
Yo lo miraba como sirio
de iglesia,
a veces se caía,
y yo lo volvia a encender,
a poner de pie,
sus manos eran flores,
y su aroma a húmedo jardín,
y su rostro, una página arrugada,
por tanto que leía,
y tanto que lloraba.
Él se reunió con ella,
un 29 de mayo del 2012.
ese día (asoleado) me dijo
que ya tenía el sueño pesado,
-hijo, tengo mucho sueño, ya me voy a dormir.
También mencionó que una
enfermera, estaba sentada
en una silla,
ahí, donde los pacientes
pierden cada día la sutileza
de sus vidas.
Por un gran momento,
se le alegro la mirada,
el brillo de sus luceros latían
con annelo, la mano de
aquella enfermera,
que le devolvió la vida,
y la dicha de poder
estar al fin con ella.
Y ya, en la noche, un rayo con un
suspiro a lo lejos,
me anunció que su alma
de despojó de este mundo,
y de la mano de su enfermera,
partió a su paraíso,
en dónde su hijo, y ella
le aguardan la vida eterna.
¿quien dice que las historias de amor son cursis?
No, no son cursis…
son necesarias.